Cuando era un chaval, encontré en casa de mi abuelo, una novela policiaca de un tal Georges Simenon. Me la llevé a casa como me había llevado antes las de Los Cinco o las de Los Hollister que habían pertenecido a mis tías. No sé cómo llegó esa novela a casa de mi abuelo. Así como mi tía me prestaba las novelas de Agatha Christie (estas sí, con el compromiso de devolvérselas), de aquella novela, que fue la primera, nadie me supo dar razón. Empecé a leer a Simenon y me gustó. A veces no entendía por qué aquel comisario dejaba irse de rositas al culpable del crimen. Más tarde me enteré de que eso se llama justicia poética y que Simenon la practicó avant la lettre. Hoy es frecuente encontrar en la ficción sabuesos que obvian la ley si consideran que el castigo infligido al infractor sería excesivo, o si realmente lo que hizo estaba justificado; sin ir más lejos mi adorado comisario Montalbano obra de Andrea Camilleri. Pero en los años 50, que es cuando Maigret comenzó sus andanzas, el crimen era el crimen y el castigo era el castigo. Maigret tenía para mí el perfil difuso de un señor un tanto gordo, un tanto alcohólico (hay que verle trasegar cervezas y chupitos de calvados), pero que a la vez tenía la empatía suficiente para ponerse del lado del débil y comprenderle. Véase, por lo tanto, lo mucho que debe el comisario Bordelli de Marco Vichi a Jules Maigret.
Hace poco, hablando con mi cuñado, diseccionamos a Maigret y a su autor: Georges Simenon. Ese señor tan peculiar como su criatura de ficción que también fumaba en pipa pero que al contrario que su criatura era infiel a su mujer. Por si no lo sabían lean una biografía de Simenon y verán palidecer a Casanova. Y los dos (mi cuñado y yo), coincidimos en lo bien que nos lo habíamos pasado leyendo las historias de Maigret, en la gran calidad literaria que tienen, y en lo mucho que hacía que no las habíamos vuelto a leer. Así que pensando en este blog releí (han pasado veinte años desde la última vez que le eché el ojo así que no me acordaba de nada), Maigret en New York. Volver a Maigret fue como enfundarse unas viejas zapatillas cómodas, pero ahora, a diferencia de hace veinte años, comprendo mejor las razones del viejo comisario.
Georges Simenon habla del comisario Maigret
Maigret tiene entre 45 y 50 años. Nació en un castillo, en el centro de Francia, en el cual su padre ocupaba el cargo de administrador. Es pues, de origen campesino, robusto y fornido, pero posee cierta educación; en Francia, algo así como a medio camino hacia la burguesía. Fue monaguillo en la parroquia de su pueblo.
De joven quiso ser médico. No por amor a la medicina, sino porque soñaba, sin decírselo a nadie, con una especie de profesión inexistente: la de "remendador de destinos". Le parecía que muchos individuos no llegaban hasta el final de su verdadero destino por no comprenderse a sí mismos. Le habría gustado comprender a todos los hombres y ayudarse a hacerse a sí mismos. En su adolescencia, le parecía que la medicina era la profesión que más se acercaba a este sueño.
La muerte de su padre le impidió continuar sus estudios. Descubrió entonces que la policía criminal permite ocuparse a los hombres de una manera bastante afín a sus deseos juveniles. Entró, pues, como secretario en una comisaría de París. Recorrió todos los servicios policiales (como se hacía entonces, cuando las oposiciones tenían menos importancia que la práctica): la brigada de calles, la de estaciones de ferrocarril, grandes almacenes, narcóticos, etcétera.
Finalmente, accedió a la brigada de homicidios y se convirtió en Maigret.
Su vida privada es muy tranquila. Tiene una esposa dulce, rolliza, tierna y sencilla, que lo llama respetuosamente Maigret (de modo que todo el mundo terminó por olvidar su ridículo nombre, Jules). Ella mantiene su hogar minuciosamente limpio, le prepara suculentos guisos, le cuida las heridas, jamás se impacienta cuando él pasa muchos días fuera de casa, soporta con indulgencia sus altibajos. Le horrorizan los cambios y vive desde hace veinte años en el mismo piso, en un barrio ni rico ni pobre, de modestos trabajadores.
Maigret es bastante grueso, plácido, fuma en pipa con cortas y golosas bocanadas, le gusta comer bien, y también beber: a veces cerveza, a veces tragos cortos de buenos aguardientes. Le gusta deambular por las calles y sentarse en la terraza de algún café.
Un caso criminal nunca es para él un caso más o menos científico, un problema abstracto. Es tan sólo un caso humano.
Le gusta husmear el rastro dejado por un hombre como un perro de caza olfatea una pista. Quiere comprender. Se mete en la piel de sus personajes, de quienes, poco antes de verlos por primera vez, lo desconoce todo, y cuando hay un crimen, necesita averiguar hasta los más pequeños detalles. Otorga mucha importancia al ambiente en el que viven. Cree firmemente que determinado gesto no habría sido el mismo en un ambiente distinto, que un carácter evolucionaría de otra manera en cualquier otro barrio.
Es lento, pesado, paciente. Espera el déclic. El déclic, al que se refieren con afectuosa y respetuosa ironía sus colegas, es el momento en que Maigret, empapado de un ambiente y de los personajes a los que acaba de seguir paso a paso durante horas, días y semanas, consigue por fin pensar y sentir como ellos.
No hay nada aparatoso en su comportamiento. Presta escasa importancia —sin rechazarlos del todo— a los métodos científicos. A menudo se pega obstinadamente a un culpable y le impone sin respiro su presencia, pues sabe que así terminará por "minar" los nervios de su adversario y provocar en él o bien una confesión, o bien una torpeza reveladora.
En los momentos más dramáticos, algo así como un soplo de humor que proviene muchas veces de la más absoluta y anticonformista sencillez con la que mira a personas y cosas.
Se sirve de los inspectores de su brigada, pero siempre prefiere acudir él, en persona, al lugar indicado, seguir él mismo los rastros, hacer vigilancias y diligencias que muchos considerarían incompatibles con su cargo. Quiere husmear a las personas y los lugares por sí mismo, hurgar por todas partes; aunque en ocasiones se siente descorazonado, nunca pierde la paciencia, y muchas veces se le podría creer borracho o dormido precisamente en el momento que está más despierto.
Odia la maldad deliberada, odia a los hombres que impregnan el mal de sangre fría, y se muestra feroz con la hipocresía. Por el contrario es indulgente para con las faltas que son fruto de las debilidades de la naturaleza humana. Un joven o una joven que van por mal camino le inspiran no sólo piedad, sino irritación contra su suerte o contra la organización social que está en el origen de esa mala orientación.
A veces incluso olvida que es un instrumento de la ley y ayuda a determinados culpables a escapar a un castigo que considera exagerado.
Cuando puede, intenta, como en sus sueños juveniles, remendar los destinos. Lo cual le crea frecuentemente conflictos con sus superiores y sobre todo con los magistrados, que juzgan a los hombres tan sólo a la luz de los textos de las leyes.
Por eso sin duda los culpables lo consideran muchas veces algo así como su confesor, sienten por él auténtico afecto... y algunos condenados le piden que asista a sus ejecuciones para ayudarles a morir con dignidad.
(Breve descripción de Maigret redactada por Georges Simenon hacia 1953, dirigida a un productor cinematográfico)
Ya que nos lo recuerda el padre de la criatura, también en la gran pantalla ha habido varios comisarios Maigret. El mismísimo Charles Laughton no lo hizo nada mal en una película llamada "El hombre de la torre Eiffel". Bruno Cremer fue famosísimo y de hecho será recordado por encarnar a nuestro personaje. Michael Gambon protagonizó una serie de televisión en los años noventa. Pero el más autentico, la más perfecta encarnación del personaje, es Jean Gabin; Corpulento, cejijunto, expresivo siendo a la vez escueto, el mejor Maigret indiscutiblemente es él.
Véanle moverse por el viejo París es este corte de L’affaire Saint-Fiacre.
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