Lo reconozco: Yo fui un adolescente pretencioso. Creía que para escribir bien había que ser muy barroco y junto con un amigo copiamos la idea de La academia de los sobrevalorados: Un club selecto integrado por todo tipo de artistas que según el personaje de Diane Keaton en la película Manhattan de Woody Allen, habían adquirido una fama a todas luces desmerecida. Alvin Singer, el personaje encarnado por el genial director, se horrorizaba por la nómina de escritores, pintores y cineastas que la integraban y escandalizado respondía: Pues a mí me parecen todos ellos maravillosos.
El adolescente que fui incluía en su particular Academia de los sobrevalorados a Eric Rohmer. Por una sencilla razón: No le entendía. Y como no hay nada más atrevido que la ignorancia, allí confiné al pobre Rohmer cuando tras ver una película suya no me enteré de nada.
Años después me enamoré de sus películas y una de las enseñanzas que he aprendido visionando sus películas es el valor de la sencillez. Nada es más difícil que la aparente sencillez. Cuando dos personajes dialogan y sus diálogos en pantalla no parecen impostados, detrás de ese texto hay todo un ejercicio consciente de autocontención y un conocimiento profundo de cómo habla la gente de verdad y no los personajes de una ficción.
Me he comprado una caja que incluye las cuatro películas de los Cuentos de las cuatro estaciones y ayer vi Cuento de verano. Alguna de ellas la tenía en el difunto VHS y otras las había visto pero no tenía una copia. Disfruté de los maravillosos diálogos que mantienen los cuatro protagonistas sin cesar mientras analizan las relaciones amorosas y el protagonista Gaspard decide con cuál de las tres chicas que durante sus vacaciones se han enamorado de él se va a ir. La cámara de Rohmer sigue constantemente a los personajes mientras hablan y caminan y nos muestra de paso la preciosa costa Bretona de Saint-Malo. Sin música incidental que moleste a la palabra y con unos actores en estado de gracia que desprenden tanta naturalidad que parecen no actuar, la película demuestra como Rohmer se mantuvo fiel a sí mismo toda su carrera y sin caer ni en modas ni maniqueísmos contó lo que quería contar: cine de sentimientos, de análisis de las relaciones sociales y del azar.
Disfrutadlo como es obligado en versión original, el doblaje del cine no demasiado comercial suele ser abominable y es una lástima no escuchar el francés melodioso de sus protagonistas.
Para acabar una filmografía selecta de Eric Rohmer para quien se acerque por primera vez a este gran autor:
Mi noche con Maud
La rodilla de Clara
Pauline en la playa
Cuentos de verano, otoño, primavera e invierno
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