lunes, 24 de octubre de 2011

Parecidos evidentes, los personajes reales detrás del cómic.

Hergé se inspiraba en la realidad que le rodeaba. Prácticamente todos los personajes que aparecen en sus cómics están basados en personajes reales de la actualidad de la época en la que fueron dibujados los álbumes. Para la creación de Tintin en 1928 la fuente de inspiración fue Pale Huld, un joven scout danés que dio la vuelta al mundo en 44 días y publicó un libro sobre su viaje. El parecido físico con Tintín es evidente, incluida la ropa. Hergé trabajaba dibujando historietas para el suplemento juvenil Le Petit Vingtième del periódico Le Vingtième. El jefe de Hergé, el padre Wallez, ferviente antisoviético, sugiere a Hergé que envíe a Tintin en su primera aventura a un viaje a la URSS para desenmascarar el paraíso soviético. Sería la primera de las aventuras políticamente incorrectas en las que se vería envuelto el reportero y que tendrían su culmen en Tintin en el Congo, donde daría rienda suelta a todos los tópicos y prejuicios de los blancos ante los negros. Progresivamente las aventuras de nuestro héroe se volverán más objetivas, serenas y juiciosas y sobre todo documentadas, hasta llegar a Tintin en el Tibet.

miércoles, 19 de octubre de 2011

¿Por qué nos gusta Tintin?

Si lo pensamos fríamente Tintin es un personaje muy plano. Es tan solo un arquetipo, un símbolo de la aventura. No sabemos casi nada de él. Lo que nos fascina de Tintin es su inmensa libertad: un eterno adolescente sin padres, ni pasado, ni obligaciones, ni siquiera obligaciones profesionales (Sabemos que es periodista y nadie le ha visto escribir una línea).
De Tintín nos atrae el modo en que se sumerge en la aventura sin mirar a los lados ni encomendarse a nadie. Le basta rastrear la pista de un tesoro o saber que un amigo está en peligro en el otro extremo del planeta y la aventura echa a rodar.
Mi generación no fue la primera que se inició en la lectura con Tintin, recordemos que el personaje va a cumplir ochenta, sentíamos una atracción especial que todavía hoy los niños sienten por ese muchacho del flequillo rubio, por las aventuras fabulosas en las que se ve envuelto. En pocos días llega a las pantallas la nueva aventura cinematográfica de nuestro héroe y ya nos estamos relamiendo los labios pensando en lo que nos promete el tráiler: un torrente de emociones y un regreso a la aventura por la simple aventura.

martes, 18 de octubre de 2011

Especial Tintin: Cuenta atrás para el estreno de la nueva película.


Tintinófilos
Comenzamos un monográfico sobre Tintin para calentar motores de cara al estreno de la nueva película del personaje. Agarrense a sus asientos, la aventura comienza...



lunes, 17 de octubre de 2011

Historias truculentas de la historia de Francia: Los hermanos Aunay


Felipe el hermoso
La realeza nunca ha tenido el más mínimo problema en recurrir a las concubinas para asegurarse la descendencia. Si la reina no daba varones se la repudiaba y se ponía a otra en el trono, o directamente se tenían varias amantes hasta que una de ellas engendraba un heredero. Otra historia es si la alegría en el lecho conyugal la buscaba la reina por su cuenta sin recurrir al rey, tales actos traían inevitablemente nefastas consecuencias. Y si no que se lo pregunten a los hermanos Felipe y Gualterio d’Aunay que pagaron caros los buenos ratos pasados con las nueras del rey Felipe IV de Francia, más conocido como Felipe el hermoso; Al parecer llamarse Felipe era garantía de belleza visto como abundan en la historia.
Luis X, Felipe V y Carlos IV
Felipe IV tuvo siete hijos, pero solo cuatro llegaron a la edad adulta: Luis X, Felipe V, Carlos IV e Isabel apodada “la loba de Francia” con eso está dicho todo, la buena señora se merece una entrada en este blog para ella sola. Los tres hijos varones sucedieron a su padre uno tras otro en el trono y fueron por lo tanto reyes de Francia, pero antes de que llegara su momento, vivieron otro no de menor interés en el que se quitaron la corona para ponerse la cornamenta. Al parecer sus esposas reales, a la sazón: Blanca Margarita y Juana se acostaron con los caballeros Felipe y Gualterio d’Aunay, en realidad Juana sólo las encubrió y las que cometieron adulterio fueron Margarita y Blanca. Los hechos llegaron a oídos de Isabel, que era un mal bicho celoso a la que le faltó tiempo para ir con el cuento a su padre y hermanos. Los príncipes se lo tomaron muy mal y pidieron justicia inmediata. Los caballeros fueron apresados y tras una noche de tortura confesaron los hechos y probablemente también se inculparon de algún crimen que no habían cometido, ya que toda una noche de creativos tormentos medievales dan para reflexionar largamente. Al día siguiente el rey dictó justicia: Ante él comparecieron las princesas con la cabeza afeitada que fueron condenadas a prisión perpetua en la fortaleza de Gaillard. De allí saldrán con vida Blanca y Juana, la primera para acabar sus días en la abadía de Maubuisson y la otra, que no había sido repudiada por su marido, para ser reina de Francia al lado de Felipe V. Margarita no tuvo tanta suerte; la leyenda dice que Luis X la mandó estrangular con sus propios cabellos (o le crecieron lo suficiente o el bueno del rey lo guardo para tal fin (¿?).
Luis X, Felipe V y Carlos IV
Quienes no comparecieron a juicio, y tampoco creo que tuvieran mucha esperanza en la clemencia real, fueron los reos, que pasaron directamente de las mazmorras a una carreta que les condujo al alba del 25 de abril de 1314 hasta la plaza de Pontoise. Durante el camino hubo que sujetarles pues ya no se tenían en pie y supongo que en su ánimo estaría el deseo de que todo acabara pronto. En la plaza se había congregado una multitud que esperaba expectante ver dar suplicio a dos nobles. En aquella época en que la muerte estaba a la orden del día, solo una muerte especialmente violenta y de la que eran protagonistas dos personajes destacados, despertaba la curiosidad del vulgo.
Durante la noche habían levantado el patíbulo que se alzaba a dos metros del suelo. Sobre él descansaban dos ruedas colocadas horizontalmente y un tajo para decapitar, completaba el conjunto una horca. Los dos verdugos vestidos de rojo subieron al cadalso. El color rojo era obligado ya que la sangre brotaría por doquier. Llegó la carreta con los condenados escoltada por arqueros y los ayudantes de los verdugos subieron a los reos al patíbulo y los despojaron de sus ropas. Tras desnudarlos los tumbaron en las ruedas cara al cielo. En ese momento, cuando todo parecía dispuesto para empezar, los verdugos se detuvieron. El rey había dispuesto que las princesas contemplaran el suplicio y al instante hicieron su entrada en la plaza subidas en una carreta. Los verdugos se dispusieron a empezar. Alzaron sus mazas y descargaron terribles golpes sobre los brazos y piernas de los condenados para romperles todos los huesos. La maza retumbaba sobre las extremidades que crujían junto a la madera de las ruedas que tenían debajo al reventar los huesos.  A continuación con unos garfios los despellejaron vivos; grandes jirones de piel arrancados de los dos cuerpos hicieron brotar la sangre que salpico a diestro y siniestro. Si los hermanos Aunay aún sentían algo les quedaba todavía un rato de suplicio. Con unos enormes cuchillos de carnicero los verdugos les cortaron los testículos y los dieron de comer a los perros. Es fácil imaginar los gritos de la embrutecida multitud que veía el escarnio caer sobre alguien privilegiado. Probablemente más muertos que vivos, fueron arrastrados al tajo donde la espada brilló dos veces para cortar sus cabezas. Todo había acabado. Ya no sentían dolor cuando sus cuerpos fueron colgados de la horca por debajo de las axilas.

Las princesas, una vez acabado el suplicio, emprendieron el camino hacia el Château Gaillard. Probablemente en su cabeza revivían los momentos de placer vividos en la torre de Nesle. Sus amantes ya ni sufrían ni padecían, a ellas les esperaban largos años de reclusión y un destino incierto.

martes, 4 de octubre de 2011

El Comisario Maigret

Cuando era un chaval, encontré en casa de mi abuelo, una novela policiaca de un tal Georges Simenon. Me la llevé a casa como me había llevado antes las de Los Cinco o las de Los Hollister que habían pertenecido a mis tías. No sé cómo llegó esa novela a casa de mi abuelo. Así como mi tía me prestaba las novelas de Agatha Christie (estas sí, con el compromiso de devolvérselas), de aquella novela, que fue la primera, nadie me supo dar razón. Empecé a leer a Simenon y me gustó. A veces no entendía por qué aquel comisario dejaba irse de rositas al culpable del crimen. Más tarde me enteré de que eso se llama justicia poética y que Simenon la practicó avant la lettre.  Hoy es frecuente encontrar en la ficción sabuesos que obvian la ley si consideran que el castigo infligido al infractor sería excesivo, o si realmente lo que hizo estaba justificado; sin ir más lejos mi adorado comisario Montalbano obra de Andrea Camilleri. Pero en los años 50, que es cuando Maigret comenzó sus andanzas, el crimen era el crimen y el castigo era el castigo. Maigret tenía para mí el perfil difuso de un señor un tanto gordo, un tanto alcohólico (hay que verle trasegar cervezas y chupitos de calvados), pero que a la vez tenía la empatía suficiente para ponerse del lado del débil y comprenderle. Véase, por lo tanto, lo mucho que debe el comisario Bordelli de Marco Vichi a Jules Maigret.
Hace poco, hablando con mi cuñado, diseccionamos a Maigret y a su autor: Georges Simenon. Ese señor tan peculiar como su criatura de ficción que también fumaba en pipa pero que al contrario que su criatura era infiel a su mujer. Por si no lo sabían lean una biografía de Simenon y verán palidecer a Casanova. Y los dos (mi cuñado y yo), coincidimos en lo bien que nos lo habíamos pasado leyendo las historias de Maigret, en la gran calidad literaria que tienen, y en lo mucho que hacía que no las habíamos vuelto a leer. Así que pensando en este blog releí  (han pasado veinte años desde la última vez que le eché el ojo así que no me acordaba de nada), Maigret en New York. Volver a Maigret fue como enfundarse unas viejas zapatillas cómodas, pero ahora, a diferencia de hace veinte años, comprendo mejor las razones del viejo comisario.

Georges Simenon habla del comisario Maigret

Maigret tiene entre 45 y 50 años. Nació en un castillo, en el centro de Francia, en el cual su padre ocupaba el cargo de administrador. Es pues, de origen campesino, robusto y fornido, pero posee cierta educación; en Francia, algo así como a medio camino hacia la burguesía. Fue monaguillo en la parroquia de su pueblo.
De joven quiso ser médico. No por amor a la medicina, sino porque soñaba, sin decírselo a nadie, con una especie de profesión inexistente: la de "remendador de destinos". Le parecía que muchos individuos no llegaban hasta el final de su verdadero destino por no comprenderse a sí mismos. Le habría gustado comprender a todos los hombres y ayudarse a hacerse a sí mismos. En su adolescencia, le parecía que la medicina era la profesión que más se acercaba a este sueño.
La muerte de su padre le impidió continuar sus estudios. Descubrió entonces que la policía criminal permite ocuparse a los hombres de una manera bastante afín a sus deseos juveniles. Entró, pues, como secretario en una comisaría de París. Recorrió todos los servicios policiales (como se hacía entonces, cuando las oposiciones tenían menos importancia que la práctica): la brigada de calles, la de estaciones de ferrocarril, grandes almacenes, narcóticos, etcétera.
Finalmente, accedió a la brigada de homicidios y se convirtió en Maigret.
Su vida privada es muy tranquila. Tiene una esposa dulce, rolliza, tierna y sencilla, que lo llama respetuosamente Maigret (de modo que todo el mundo terminó por olvidar su ridículo nombre, Jules). Ella mantiene su hogar minuciosamente limpio, le prepara suculentos guisos, le cuida las heridas, jamás se impacienta cuando él pasa muchos días fuera de casa, soporta con indulgencia sus altibajos. Le horrorizan los cambios y vive desde hace veinte años en el mismo piso, en un barrio ni rico ni pobre, de modestos trabajadores.
Maigret es bastante grueso, plácido, fuma en pipa con cortas y golosas bocanadas, le gusta comer bien, y también beber: a veces cerveza, a veces tragos cortos de buenos aguardientes. Le gusta deambular por las calles y sentarse en la terraza de algún café.
Un caso criminal nunca es para él un caso más o menos científico, un problema abstracto. Es tan sólo un caso humano.
Le gusta husmear el rastro dejado por un hombre como un perro de caza olfatea una pista. Quiere comprender. Se mete en la piel de sus personajes, de quienes, poco antes de verlos por primera vez, lo desconoce todo, y cuando hay un crimen, necesita averiguar hasta los más pequeños detalles. Otorga mucha importancia al ambiente en el que viven. Cree firmemente que determinado gesto no habría sido el mismo en un ambiente distinto, que un carácter evolucionaría de otra manera en cualquier otro barrio.
Es lento, pesado, paciente. Espera el déclic. El déclic, al que se refieren con afectuosa y respetuosa ironía sus colegas, es el momento en que Maigret, empapado de un ambiente y de los personajes a los que acaba de seguir paso a paso durante horas, días y semanas, consigue por fin pensar y sentir como ellos.
No hay nada aparatoso en su comportamiento. Presta escasa importancia —sin rechazarlos del todo— a los métodos científicos. A menudo se pega obstinadamente a un culpable y le impone sin respiro su presencia, pues sabe que así terminará por "minar" los nervios de su adversario y provocar en él o bien una confesión, o bien una torpeza reveladora.
En los momentos más dramáticos, algo así como un soplo de humor que proviene muchas veces de la más absoluta y anticonformista sencillez con la que mira a personas y cosas.
Se sirve de los inspectores de su brigada, pero siempre prefiere acudir él, en persona, al lugar indicado, seguir él mismo los rastros, hacer vigilancias y diligencias que muchos considerarían incompatibles con su cargo. Quiere husmear a las personas y los lugares por sí mismo, hurgar por todas partes; aunque en ocasiones se siente descorazonado, nunca pierde la paciencia, y muchas veces se le podría creer borracho o dormido precisamente en el momento que está más despierto.
Odia la maldad deliberada, odia a los hombres que impregnan el mal de sangre fría, y se muestra feroz con la hipocresía. Por el contrario es indulgente para con las faltas que son fruto de las debilidades de la naturaleza humana. Un joven o una joven que van por mal camino le inspiran no sólo piedad, sino irritación contra su suerte o contra la organización social que está en el origen de esa mala orientación.
A veces incluso olvida que es un instrumento de la ley y ayuda a determinados culpables a escapar a un castigo que considera exagerado.
Cuando puede, intenta, como en sus sueños juveniles, remendar los destinos. Lo cual le crea frecuentemente conflictos con sus superiores y sobre todo con los magistrados, que juzgan a los hombres tan sólo a la luz de los textos de las leyes.
Por eso sin duda los culpables lo consideran muchas veces algo así como su confesor, sienten por él auténtico afecto... y algunos condenados le piden que asista a sus ejecuciones para ayudarles a morir con dignidad.
(Breve descripción de Maigret redactada por Georges Simenon hacia 1953, dirigida a un productor cinematográfico)

Ya que nos lo recuerda el padre de la criatura, también en la gran pantalla ha habido varios comisarios Maigret. El mismísimo Charles Laughton no lo hizo nada mal en una película llamada "El hombre de la torre Eiffel". Bruno Cremer fue famosísimo y de hecho será recordado por encarnar a nuestro personaje. Michael Gambon protagonizó una serie de televisión en los años noventa. Pero el más autentico, la más perfecta encarnación del personaje, es Jean Gabin; Corpulento, cejijunto, expresivo siendo a la vez escueto, el mejor Maigret indiscutiblemente es él.
Véanle moverse por el viejo París es este corte de L’affaire Saint-Fiacre.